Capítulo 1: La mujer de Taíma
― Mamá, ¡‘umi! ― llamó la pequeña esperando ser atendida, ― ¿estás segura de que la abuela lo hacía sí?, vos me dijiste que cuando eras chica, no tenías cocina, ¿Cómo te enseñó entonces? ―
El exquisito aroma se adueña de cada rincón en la casa. Es una fragancia a comino, con una pizca de canela, garbanzos y arroz.
La cocinera expone sus hombros a la brisa del mediodía. Su piel parece querer escapar de la seda que la viste. De sus labios brotan las notas de una canción de cuna que aprendió en Taima siendo niña. Su madre la cantaba mientras revolvía el delicioso Koshari que ahora intentaba imitar.
― Tu abuelita prendía fuego con mucho cuidado en el suelo y era capaz de hacer sobre él, cualquier cosa que le pidiéramos tu tía y yo ―.
Atenta a todos sus movimientos y con la admiración más sincera reflejada en el rostro, la pequeñita no pierde detalles de nada de lo que pasa. Quiere ser como su mamá, cuando sea grande. Se ha maquillado sola, con sus pinturas de juguete, y se ha colgado unos enormes aros dorados para lucir como ella.
En una de sus manos, sostiene un puñado de lápices de colores y en la otra, uno solo con el que pinta su dibujo.
― ¿Por qué la tía no tiene novio? ¿No sabe hacer cosas ricas como vos? ― preguntó después de unos minutos silenciosa.
La mamá soltó una carcajada, sorprendida por la pregunta.
― ¿Que tiene que ver tener novio con saber cocinar? ¿Me quieres explicar? ―
― Vos cocinas muy bien y lo tenés a papá―.
Todo esto lo decía en tono de reflexión y sin levantar la cabeza del papel donde ahora, además de su mamá y ella, la tía aparecía luciendo un enorme sombrero pintado de azul.
― A los chicos no solamente les interesa eso pequeña, sino tu papi y yo no nos hubiéramos casado nunca. Y ahora, ― dijo poniendo fin a la charla. ― A lavarse las manos que está lista la comida y no quiero que se enfríe.
La chiquilla dio un gracioso salto y corrió a obedecerla.
Ella la siguió con la mirada hasta que se perdió en el pasillo mientras que, con el dibujo en la mano, trataba de adivinar quienes eran los personajes en él.
Con una sonrisa lo puso en la puerta de la heladera junto a otros parecidos, sólo que aquellos tenían a su padre como protagonista.
Una sombra de tristeza nubló su rostro. Hacía un mes que no tenía a su esposo en casa. Él le prometió que pediría un traslado al finalizar su misión. Eso la ilusionaba. Los tres juntos de nuevo y para siempre.
En pocos días haría seis años del día en que se conocieron. Ella trabajaba en Polonia, y él se encontraba a punto de enlistarse en la Legión Extranjera. La enamoró de inmediato.
No fue sencillo tenerlo lejos los primeros tiempos luego del casamiento, aunque un año después, la llegada de su hija cambiaría profundamente la vida de los dos.
Apenas pudieron, se mudaron a Francia, a poca distancia de Aubagne, donde se levantaba su cuartel.
Las cosas en Marsella distaban mucho de ser fáciles, no nació en esta tierra y eso le complicaba un poco todo. Es verdad que tenía trabajo, una familia y un esposo, solo que cuando pasaba tanto tiempo sin verlo, el miedo a que la felicidad que construyeron se desvaneciera ocupaba todo, hasta el aire que respiraba. ¿Qué haría si lo perdía?
Según sus costumbres, una mujer siempre debía estar bajo la tutela de un hombre, sin embargo, se encontraba lejos de su Bahr Belá Má, el mar sin agua, como le dicen al desierto los beduinos. Él era su caballero andante aquí y ahora, su protector, no viviría un día sin sus besos y su dulce cara de niño. No importaba de donde fuera o su raza o su religión, cuando todo eran sombras en su horizonte, llegó a su rescate trayéndole paz.
Cuando a los doce años quedó huérfana, un hombre de otra tribu vino por ella y su hermana. Había pagado la dote de las dos con suficiente oro para que vivieran con comodidad. Pero su madre, Naual, no estaba dispuesta a sacrificarlas. Un pariente en Polonia cobijó a las tres fugitivas.
Las muchachas crecieron en libertad, estudiaron y siguieron con su vida. La menor ahora trabaja en Israel en una compañía farmacéutica y ella, licenciada en Ciencias Políticas, está en el consulado como secretaria de relaciones comerciales.
Naual, es su heroína, la increíble mamá que enfrentó a sus raíces por verlas crecer libres. Murió dos años después de su llegada, su corazón no resistió la pena y la distancia con su tierra. No fue en vano el sacrificio, hoy una nieta, a la que no llegó a conocer, es la consecuencia más hermosa de aquella rebeldía.
Ahora corría con las manos en alto, mojadas y con algo de jabón que no alcanzó a enjuagar por el apuro, mostrándole a su madre lo limpia que estaban y lo obediente que ella era.
― ¡Estás preciosa! Ven con mami― le dijo sonriente mientras le extendía los brazos. El almuerzo resultó, como siempre, un sinfín de preguntas y respuestas.
― Mamá, ¿por qué papá no viene? ¿Ya no nos quiere más? ―
― ¡Ni se te ocurra pensar eso! ― la reprendió, ― Tu papá nos adora y por eso trabaja tanto. Volverá pronto a quedarse mucho con nosotras. ―
La niña pareció comprender que ese tema era doloroso para las dos, así que se metió una cucharada grande de Koshari en la boca y la miró en silencio.
― Contame de esa compañerita nueva en la escuela. Ayer por la tarde las vi muy compinches hablando y riéndose en la fila. A la maestra no le gustó. ―
― ¡Lo que pasa mamá es que vos no entendés! Es muy serio lo que hablamos con Elora, no podemos esperar que la seño nos de permiso porque se tarda. ¡Y eso que le decimos que vamos a hablar bajito!
No sabía si reírse o enojarse. Le hacía acordar a cuando ella era una niña y a su propia hermana Saida. Siempre tenían algo importante que decirse, aunque las retaran. Ahora, frente a ella, una hermosa rebelde de trenzas estaba lista a buscarse los mismos problemas.
― Además―, agregó la pequeña muy despreocupada, ― Tenemos que ver con quien nos ponemos de novias―.
― Vos sos muy chiquita para ponerte de novia todavía, podés tener amigos, pero eso de “ser novia” es de chicas más grandes. La madre la miró muy seria, haciendo un esfuerzo por no reírse.
― Si terminaste de comer, dejemos las cosas en la cocina y vamos al parque ―
― ¡Siii vamos! ―. Grito feliz la niña. ― A mí me parece que la vamos a encontrar a Elora y vos podés conversar con su mamá ― hizo una pausa y gritó entusiasmada ― ¡Salida de chicas! ― Repetía mientras corría alrededor de la mesa con energía renovada por las perspectivas.
El Parc Jean-Moulin estaba muy cerca, por lo que los fines de semana soleados, era un paseo obligado. Muchos vecinos con niños esperaban ansiosos poder relajarse en sus espacios verdes y verlos jugar. Ella podía distraerse con un libro o hablar con otras mujeres paseando al sol.
― Antes del paseo tenemos que dejar todo lindo y ordenado― Le pidió a su hija quien, luego de un breve instante de protesta, se puso en acción apurada por salir.
Llevó los platos a la cocina para que la mamá los lavara y salió disparada a su habitación, donde Michell y Jannet, sus muñecas, eran las maestras de los peluches, a quienes enseñaban a escribir y convidaban con té en unas hermosas y diminutas tazas pintadas con flores, apoyadas en la alfombra a los pies de la cama.
― ¡Espero que ya no haya más peleas! ― les dijo con severidad. ― Cuando la seño les dice que jueguen todos juntos, es porque quiere que sean amigos y se conozcan ―.
Mientras, cerraba el caballete de un pizarrón de juguete, lleno de garabatos que se asemejaban a la letra “A”, y muchos palotes con diferentes colores hechos con tizas. Apurada, guardaba en una caja osos, jirafas, hasta un pequeño pulpo y colocaba a sus dos Barbies sobre la cama, con las cabezas recostadas en su almohada. Allí esperarían su regreso del paseo.
La niña estaba saliendo del cuarto, cuando un extraño sonido, en el living del departamento, la asustó. Parecía que alguien se hubiera caído.
― ¿Mamá? ―. Preguntó temerosa, sin escuchar respuesta. Al llegar al comedor la vio en el piso, con los ojos cerrados y un gesto de profundo dolor. Un hombre parecido a un gigante, con ropa deportiva y una máscara que le ocultaba el rostro, se agachó encima de ella con un objeto en la mano y le tapó la boca.
Su mamá alcanzó a decir algo que ella no entendió, pero la llenó de miedo. Luego de luchar durante unos breves instantes, quedó como dormida.
La pequeña no pudo contener su propio espanto, estiró la mano en su dirección, la quería ayudar, pero ese gesto fue todo lo que pudo hacer, un segundo sujeto apareció por detrás y con un movimiento muy calculado, la tomó firmemente en uno de sus brazos, mientras que con la otra mano la forzó a callar. Un trapo con cloroformo la dejó inconsciente en pocos segundos.
Con perfecta sincronía y en silencio, los asaltantes les colocaron cintas sobre los ojos y la boca a sus víctimas ya indefensas, luego las ataron por la espalda con precintos plásticos.
En el pasillo, un tercer cómplice vigilaba el corredor que daba a los otros departamentos del piso, cerciorándose de que todo estuviera despejado y, a su señal, entraron al ascensor que tenían esperando. Cuatro pisos los separaban de la calle.
En la entrada al edificio, dos veloces automóviles, sin matrícula ni identificación, estaban en marcha y con la puerta trasera abierta. El grupo se dividió sin decir una sola palabra, en el vehículo de adelante viajaría la madre junto a su captor y en el de atrás, su pequeña hija con los otros dos.
